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Perfil del compositor Jairo Varela, el genio de la salsa colombiana

Esa mirada de sueño despierto, de genio en reposo. Incluso riendo se veía igual: un poco retraído, un poco apenado, un poco lúgubre, como la postal de un río al final del día. Tal vez no sea mera coincidencia: Jairo fue un niño enfermizo. Le daban cosas raras allá en Quibdó, donde nació. Le daban vainas raras en el estómago y su mamá le decía que se quedara en casa. Que no saliera. Y quedarse en la casa era no poder ir al coro de la iglesia, algo que le gustaba mucho a ese pelaíto hijo de comerciante y poetiza. Entonces el pelaíto se quedaba en el balcón, con las piernas colgando al aire y la mirada perdida en el Atrato, ese río tormentoso que bajaba al fondo arrastrando penas y olvidos. Aun de niño Jairo Varela siempre fue un paisaje melancólico. Una fuerza contenida. Un río al final del día. A los 7 años el niño Jairo se debatía entre la música y el comercio. El niño de ojos caídos pudo haber sido administrador de un granero, dueño de una tienda, vendedor de plátanos, quién sabe. Su abuelo, Eladio Martínez, fue uno de los primeros comerciantes del Chocó y su nieto veía en él un modelo a imitar. Sus papás se habían separado cuando Marta, su hermana menor tenía 3 años, y Doña Teresa, su mamá, seis hijos por mantener. Así que Jairo pensaba en cómo ayudar en la casa. Jairo conoció a su papá cuando tenía 9 años. En una declaración a la prensa, dijo alguna vez que lo recordaba como un hombre taciturno, reservado, callado. El papá de Varela, tal vez, también parecía un río al final del día. Pero hubo otro día. Un día que en medio de las angustias, de la pobreza, la negra Teresa pudo regalarle una guitarra a su hijo triste. Y el niño entonces fue feliz: a los 8 años ya había montado una agrupación que hacía bulla en las calles del barrio Roma de Quibdó. Se hacían llamar La Timba y con una dulzaina vieja, un bongó remendado, un güiro y su guitarra, se ganaban algunas monedas que empezaron a llegar a la casa Varela. La dicotomía de Jairo, sus dudas sobre la manera de ganarse la vida, habían pues llegado a su fin. El resto, es historia conocida. *** La mirada. Jairo siempre debía tener la mirada ocupada. Viendo el río. En un pentagrama. En su consola de mezclas donde convertía sonidos simplones en himnos salseros; esa consola con la que en algún momento de obsesiva genialidad llegó a pasar tanto tiempo encerrado, que quienes lo cuidaban debían llevarle la comida hasta ahí. La mirada en un televisor de la cárcel. El 7 de diciembre de 1995 el director del Grupo Niche fue capturado por enriquecimiento ilícito, acusado de haber recibido dineros del cartel de Cali. La prueba, un cheque de catorce millones girado por Miguel Rodríguez Orejuela como pago por una presentación. La medida fue apelada y el caso pasó al Tribunal Nacional, que lo declaró nulo. El músico recuperó la libertad el 25 de noviembre del 96, pero fue detenido otra vez en el 97 y estuvo en prisión hasta 1999. Antes de todo aquello, Varela ya había sido vinculado con la mafia por su composición Mi Hijo y Yo. Si se lee la letra de la canción, podrá verse que ésta, en realidad, es un acróstico de José Luis Santacruz, un sobrino del extinto jefe del narcotráfico Chepe Santacruz. Según la leyenda, aunque incialmente se negó a escribirla, una vez en Nueva York aceptó la solicitud de una cuñada del capo e hizo algo que él dijo sólo fue un favor. Durante su condena, Jairo Varela pasó buena parte del tiempo viendo partidos de la NBA. El popular comentarista deportivo Mario Alfonso Escobar lo recuerda ahí, en las noches, junto a él y Luis Fidel Moreno en un calabozo, con los ojos clavados en la pantalla, viendo ese basquet tan lejano, tan imposible. Y otras veces, con la mirada puesta en un perrito blanco y lanudo que a veces le dejaban llevar bajo el brazo. Al músico le habían permitido esa concesión y Pupy, su mascota más querida, de vez en cuando entraba a compartir encierro con él. Un perro y un músico en una celda. Un paisaje triste. Un río al final del día. -¿Alguna vez lo vio llorar? -En la cárcel no hay guapos. Ligia Durango es la esposa de Oswaldo Salazar, un trompetista que ha estado más de veinte años con el Grupo Niche y que hoy es el trabajador más antiguo de aquella empresa en la que se convirtió la orquesta. La relación entre el trompetista y el director fue tan cercana que las hijas de Oswaldo llamaban a Varela abuelo. Ahora Oswaldo está en una casa de Miami. La casa queda en el sector de Miami Garden y la gente del grupo la llama la Casa Niche. Es una vivienda propiedad de la agrupación que les sirve de alojamiento cuando están de gira en Estados Unidos, quizás hoy el territorio más frecuente para sus presentaciones. Ligia cuenta que aquello, los años de la cárcel fueron muy difíciles para Varela. Que en el encierro tuvo días complicados pero que aun en medio de todo tenía la fortaleza de llamarlos para pedirles que no se dejaran caer. Aunque lo tilden de arrogante, dice Ligia, Jairo era para el Grupo un padre. Y Niche una familia. Gracias a su incidencia entre los músicos, los años de la condena fueron igual de exitosos para la orquesta. Uno de sus ex trabajadores cuenta que en este tiempo esa no era su preocupación en realidad. A Jairo lo angustiaba cómo, después del encierro, lo iba a ver la gente. Una canción, La Cárcel, declaración musicalizada de esa experiencia compuesta por él en prisión, deja entender algo de eso: La cárcel es mi nuevo hogar, lo han decidido. Sé lo que es la carretera, sin una cama y mucho frío. ¿Pero quién se asomó a mi pecho herido? Si un día salgo me dirán ustedes, todos, fui bandido… *** La mirada. Jairo miraba a su esposa Damaris de Diago y se veía como el niño chocoano que encontraba en una guitarra el fin de sus dudas. Ella, reina de Chocó en el 94, conoció a Varela en 1996 luego de que, según revelara, él estuviera siguiendola de reinado en reinado sin poder hablarle. El hombre que le componía al amor era un tipo tímido para conquistar. Pero la conquistó. Una vez él dijo que muchas de las canciones que hacía, las hacía pensando en ella. Y que casi toda la música que hacía, provenía de ella. Jairo era alto como un árbol y al final de sus años tenía una voz ronca, desgastada, estropeada quizás por tantos años de trasnocho y cigarrillo. Jairo veía a Damaris y veía a la mujer que le había ayudado a enderezar muchas cosas en su vida. Cosas como esas, el cigarrillo, el Marlboro rojo, uno de los vicios al que estuvo enviciado tanto tiempo. Hasta que apareció el primer infarto en el 2007 y ella lo ayudó a dejarlo. Y le cambió los cigarros por mecato: pandebonos, almojábanas, champús, bombones, que le llevaba al estudio de grabación y que él aceptaba paciente, callado, como un río al final del día. Sobre ‘el maestro’ Óscar Iván Lozano, estuvo diez años en el Grupo Niche, cuatro como pianista y seis como director musical. Él cuenta ahora: “Era un líder, tenía su forma de llevar las cosas. Siempre nos dio el respeto y nos inculcó el ser buenas personas. Nos exigía que no teníamos que sonar mal en tarima, no daba cabida para errores. A la hora de reír y compartir, reía y jodía, pero a la hora de trabajar era a trabajar. En varias ocasiones tuvimos discusiones a altos niveles de decibeles”. El comentarista deportivo Mario Alfonso Escobar, más conocido como El Doctor Mao, fue uno de sus compañeros más cercanos en los años de cárcel. De esos tiempos él recuerda: “Era un tipo muy sensible. Escuchaba música. Pasaba tiempo escuchando música. Y escribiendo”

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