‘Hay días en que uno quisiera no amanecer’
«Nos explicaron que el objetivo de la chiva bomba era volarla y que hubo un error. Dicen: lo lamentamos, pero esa es la guerra». La amenaza latente, unida a los numerosos hostigamientos, ha convertido el búnker que alberga a la Policía Nacional en un islote protegido por trincheras. Las casas de alrededor afectadas por los ataques continúan vacías y dañadas. «¿Para qué levantarlas? ¿Para que las vuelvan a tumbar? Me quitaron la moral, no me provoca ni comprar una hoja de zinc, estoy con ese desaliento porque la arreglo y vuelven y la desbaratan», admite una mujer con tristeza. «Uno se desmoraliza, hay días que uno quisiera acostarse y no volver a amanecer. Todo el esfuerzo de años lo acaban y hay que volver a empezar. Es muy verraco», agrega un comerciante. Además del miedo que se respira en la localidad, quienes necesiten acudir al Banco Agrario deben desplazarse a Caloto, ya que la sede de Toribío quedó inutilizada tras el atentado. «Necesitamos que vuelvan a abrirla porque es una zona 90 por ciento agraria, que requiere de ese banco, y porque generaba comercio, pero nos exigen que les demos una casa mejor acondicionada, con techo de planchón y no de eternit o teja, como tienen acá casi todas», afirma el alcalde, Ezequiel Vitonás. «Y no la hay». Se queja de que las setenta y una familias cuyas viviendas quedaron derruidas reciben una ayuda estatal que no alcanza para el arriendo, y de que aún no han comenzado la reconstrucción puesto que las ayudas que otorgaron, la mayoría de 1’070.000 pesos por damnificado, son insuficientes. «Al Gobierno no le importamos. Esta es zona de consolidación, pero la inversión es poca», añade. Otro de los inconvenientes para arreglar sus casas es que más de una víctima no quiere hacerlo sobre el mismo lote, cercano a la estación, porque pueden ser blanco de futuros atentados. Con el recrudecimiento del conflicto, la economía local, siempre precaria, ha sufrido un tremendo revés y si no se ha hundido más es gracias, sobre todo, a la bonanza de los cultivos de invernadero de la marihuana creepy en un buen número de veredas, tanto que las laderas de algunos montes parecen pesebres en las noches, por los bombillos prendidos para dar calor a las matas. La variedad creepy, que arribó a la región hace dos años, la pagan a 200.000 pesos la arroba, una cifra elevada para gentes acostumbradas a márgenes de ganancia raquíticos con los productos agrícolas tradicionales. También aumentaron las plantaciones de coca, aunque por estos lugares casi ningún labriego la procesa y solo venden la hoja a 45.000 pesos el kilo. Nadie se preocupa por disimular los sembrados ilícitos, porque el frente VI, asentado desde hace cuatro décadas en una región con fuerte tradición subversiva, y la poderosa columna Jacobo Arenas, de las Farc, siguen siendo los señores de esos territorios pese a la resistencia de la Guardia Indígena, los patrullajes del Ejército y la presencia permanente de la Policía en las cabeceras municipales. Esta periodista recorrió en moto varios caseríos de Toribío y Jambaló, con fuerte control de milicianos, y no encontró soldados. Para la gente es preferible que no aparezcan «porque en cuanto los miran, la guerrilla los enciende a plomo y uno queda en el medio», asegura un agricultor. Por eso, en los caminos y en los cascos urbanos, los civiles esquivan a los uniformados. En Toribío es aún más patente que en otros lugares el temor a estar junto a ellos. «Yo doy todos los días un vueltonón para no pasar por delante del búnker», cuenta una señora que vive a unos 300 metros de la estación. «Y, si veo un policía, desvío el camino porque de un momento a otro, por tirarles a ellos, le da la bala a uno». Además de las constantes amenazas de carros bomba, las Farc hostigan desde los cerros circundantes o parapetados en cualquier edificación habitada por civiles, y cuentan con francotiradores y milicianos que tienen como objetivo asesinar agentes. Son tantas amenazas las que afrontan los policías que salir vivos tras cumplir los ocho meses de forzoso destino, expuestos a un atentado terrorista a toda hora, se les antoja una misión en sí misma. No es extraño, por tanto, verlos prestar guardia fuera de la estación no solo con el fusil en una mano, sino con una pistola en la otra, para reaccionar en caso de que les ataquen a corta distancia. «Estamos siempre pilas», explica un uniformado, que pide reserva del nombre. «No podemos garantizar que no nos pongan un carro bomba junto a la estación porque si damos el alto a un vehículo y no hace caso, no es fácil decidir qué hacer. Si disparamos y después son ciudadanos corrientes, nos exponemos a un problema judicial o nos cuesta plata. Una vez les tocó a unos policías pagar las llantas que habían disparado a un carro que no hizo el pare». Durante el tiempo que pasan en Toribío, el búnker se vuelve su hogar y su refugio, solo lo abandonan para patrullar las calles. Dentro del recinto guardan medio centenar de motos robadas que los ladrones hurtan en Santander de Quilichao y Puerto Tejada, y venden en estos pueblos de las montañas. Si no recogen más es por falta de espacio, ya que los propietarios no se atreven a viajar hasta la estación para reclamarlas. «¿Conocerán la paz algún día?», le pregunto a un campesino nacido en Toribío y hastiado de la guerra. «No sé. Tal vez mis nietos la vean».
* Todos los entrevistados, excepto el alcalde, solicitaron la reserva de sus nombres.
Fuente: Salud Hernández-Mora Especial para EL TIEMPO Toribío (Cauca).
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