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Cumbre de Cancún: ¿más promesas?

 

Kyoto renace…

El arreglo alcanzado el sábado pasado tuvo el mérito indiscutible de abrir perspectivas de avances en negociaciones trabadas hace años. En particular, el acuerdo para extender la vigencia del Protocolo de Kyoto más allá de 2012 (cuando expiraría) representó un cese de fuego en un quiebre de brazo que siempre estuvo en el trasfondo de esas negociaciones.
Por un lado, están países cuya industrialización precoz explica su actual nivel de prosperidad, así como la preocupante concentración de CO2 en la atmósfera planetaria. Por el otro, se alinean los grandes países emergentes, de desarrollo tardío, pero que ya se ubican entre los principales emisores de gases de efecto invernadero, aunque sus emisiones per cápita permanecen en niveles relativamente reducidos.

¿Cómo distribuir responsabilidades y costos para contener el impacto del calentamiento global, en particular sobre los países más pobres y vulnerables, que casi nada contribuyeron a los disturbios climáticos?

La crisis económica de 2008 y su impacto adverso sobre las principales economías desarrolladas parecieron aplazar aún más una solución a ese dilema. Las medidas requeridas para reducir la emisión de gases de efecto invernadero implican elevados costos, es decir, perjudicarían aún más la competitividad de economías ya sufriendo niveles alarmantes de cesantía y tensión socio-política. En un momento en que se vive una verdadera “guerra cambiaria” entre potencias maduras y naciones ascendientes por espacios comerciales en una economía globalizada, resulta inevitable que las preocupaciones ambientales cedan espacio a la prioridad en reducir costos y proteger empleos.

De ahí la trascendencia del compromiso en prorrogar el Protocolo de Kyoto. Al hacerlo, los países desarrollados superan su conocida reluctancia en aceptar responsabilidades “diferenciadas” por absorber los costos de revertir el cambio climático y aminorar su impacto, sobre todo para los países más vulnerables. En términos prácticos, la Unión Europea y el Japón se comprometieron a continuar reduciendo sus emisiones de CO2. Adicionalmente, junto con los EEUU, donarán alrededor de US$ 100 mil millones hasta 2020 (una importante fracción a corto plazo) para la constitución de un Fondo Verde destinado a ayudar a los países en desarrollo a luchar contra los impactos del cambio climático.

En contrapartida, las principales economías emergentes – China, India y Brasil – y los EEUU (que no firmara el Protocolo) aceptaron la necesidad de adoptar compromisos concretos en reducir sus emisiones. Con tal fin, se comprometen a divulgar cada dos años informes sobre sus inventarios de gases de efecto invernadero, además de datos sobre sus acciones para reducirlos. Para eso fue determinante el acuerdo – que faltó en Copenhague – de que la evaluación internacional de esos documentos será “no intrusiva”, “no punitiva” y “respetuosa de la soberanía nacional”. Adicionalmente, los países en desarrollo se comprometen a adoptar medidas para revertir la deforestación, que hoy corresponde a aproximadamente el 20% de las emisiones globales.

 

… pero ¿quién paga?

Pese a esos importantes avances conceptuales, no faltaron críticas a la ausencia de fechas y plazos para implementar esas medidas y compromisos. Si bien el texto aprobado en Cancún convoca a los países industrializados a reducir sus emisiones entre el 25% y el 40% hasta 2020 respecto al nivel de 1990, permanecen abiertas cuestiones cruciales.

Fueron postergados para deliberación en Durban temas cruciales para el funcionamiento del acuerdo. Es el caso de los mecanismos de mitigación, sobre todo como forma de indemnizar a los países más vulnerables. También quedó por definir la financiación de propuestas y programas ambiciosos, como son la creación de un centro de tecnología climática y el apoyo a países en desarrollo para limitar sus emisiones.

La controversia sobre el recurso preferencial a instrumentos de mercado en lugar de de fuentes públicas (que recaerían mayormente sobre los países ricos) amenaza perjudicar, en particular, la implementación del REDD, mecanismo crucial en el combate a la deforestación y degradación de los bosques. De prevalecer esa tesis, sería prácticamente nula la reducción en emisiones globales. Los grandes beneficiarios serían los países industrializados, que preservarían su competitividad económica al poder comprar el derecho de seguir contaminando el medioambiente.

Una insistencia desmesurada en soluciones de mercado, que tienden a neutralizar las ventajas comparativas de los países en desarrollo, reforzaría temores de que prevalezca la ley de la selva. Una selva nada verde, donde tesis ambientalistas se confunden con intereses económicos mal disfrazados. Sin arreglos estratégicos amplios que reflejen las preocupaciones y acomoden las vulnerabilidades de todos los países, corremos el riesgo de repetir los errores del pasado. En los años 70, la rápida industrialización brasileña y la colonización de la Amazonia suscitaron fuertes críticas de ambientalistas extranjeros. En respuesta a lo que interpretó como un intento de retrasar el desarrollo nacional, el Gobierno de Brasil se ofreció para recibir la polución que tanto parecía preocupar a los países ricos, siempre y cuando viniera acompañada de las industrias que la producían.

 

El reto mayor: invertir en fuentes renovables


Esa anécdota apunta a una realidad inexorable: el elevado costo de sustituir los combustibles fósiles emisores de carbono. La Unión Europea pretende destinar 250 mil millones de dólares para alcanzar resultados modestos en la reducción del efecto invernadero. El grupo de expertos Copenhagen Consensus Center calcula que el precio global de evitar un calentamiento desastroso – es decir, más allá de 2 grados centígrados sobre los niveles de 1990 – ascendería a US$ 40 mil trillones por año hasta 2100 . Según Wendel Trio, director de política climática de la WWF, el reto es concluir un “acuerdo global que ayude a los países a construir una economía verde y que responsabilice a los que generan la polución”.

La verdadera respuesta está en tornar más atractivos los combustibles renovables, de modo que se transformen en una alternativa económicamente viable a las fuentes que emiten carbono. Eso exige invertir en fuentes alternativas de energía, desde la solar y la eólica hasta la termal. Según el Copenhagen Consensus Center, una inversión de aproximadamente 0.2% del producto doméstico global – es decir, US$ 100 mil millones – sería suficiente para alcanzar los avances científicos y tecnológicos necesarios para tornar competitivas las fuentes “verdes” de energía.

Brasil ya salió en la delantera. La masificación del empleo del etanol, a partir de 1975, permitió al país bajar drásticamente sus emisiones de CO2, además de reducir su histórica dependencia de combustibles fósiles importados. Si ese biocombustible es hoy sostenible en todos los sentidos – limpio, renovable y comercialmente competitivo, lo es gracias a una estrategia estatal a largo plazo que financió décadas de investigaciones científicas y de inversiones en infraestructura y distribución. La matriz energética brasileña continúa entre las más limpias del mundo – 85%- en buena medida gracias a un biocombustible que gradualmente va sustituyendo a la gasolina.

La estrategia brasileña de transformar el etanol en una materia prima internacional recibió recientemente un impulso del G-20. En la Cumbre de Seúl se aprobaron medidas que, de ser implementadas, ayudarían a tornar los combustibles renovables más competitivos y atractivos. Quitar los subsidios al consumo de combustibles fósiles y eliminar los aranceles sobre la importación de biocombustibles contribuiría a acelerar importantes avances técnicos y tecnológicos. Por un lado, la producción de plástico “verde”, es decir, sustituir el petróleo en la industria petroquímica. Por otro, investigaciones científicas en curso ya anticipan el día en que el etanol será derivado no solamente de alimentos (como son la caña de azúcar y el maíz), sino de múltiples fuentes de material orgánico, especialmente el desecho orgánico.

La reducción del precio de los combustibles alternativos – con énfasis en aquellos que se puedan producir en muchos países – será elemento fundamental para que se concreten las promesas de la Cumbre de Cancún. Solo así será posible evitar que las preocupaciones por el cambio climático sucumban a la feroz competencia globalizada que se agudizó a partir de la crisis de 2008. Caso contrario, podríamos estar asistiendo a una dinámica aún más dramática que aquella que siguió al crash de la Bolsa de Nueva York en 1929. El colapso del comercio internacional y el derrumbe económico global que derivó de las políticas proteccionistas adoptadas en los años 30 abrió las puertas para el ascenso del nazi-fascismo. ¿Y si a su versión actualizada – la “guerra cambiaria” que vivimos hoy – se agregara la falta de una respuesta global a la amenaza del cambio climático?

 

Hacia Durban

El acuerdo de Cancún ofrece una oportunidad para demostrar que nuestra respuesta colectiva al efecto invernadero no caerá víctima de la competencia por sobrevivir económicamente en la era de la globalización.

El presidente Felipe Calderón interpretó los resultados de la Cumbre como demostración de que se vencería la “inercia de la desconfianza”. La confianza que se recobró no es, sin embargo, la fe ciega en la capacidad del hombre de encontrar respuestas técnicas para su incapacidad política. Sí es el compromiso en buscar soluciones solidarias y cooperativas.

Bolivia recusó el acuerdo de Cancún por considerarlo tímido e insuficiente, a punto de poner en riesgo el planeta. Muchos la considerarán una actitud quijotesca y obstruccionista. La verdad es que representa una elocuente alerta de que en Durban no bastará con sólo promesas y gestos retóricos de buena voluntad.

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