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La Cumbre de Copenhague sobre cambio climático

Todos los cretenses son mentirosos, el Protocolo de Kioto es un acuerdo entre políticos, luego el Protocolo de Kioto es mentiroso.

Y que me perdonen los dos o tres -políticos o cretenses- autoexcluidos de la práctica del Alzheimer o el cinismo, refinada manera de la marrullería que hoy no es necesario practicar dada otra condición emergente de los políticos: la condición primitiva de su argumentación y la pobreza ideológica de su cultura. Van de la mano ambas cosas, como el jinete va con el caballo, y que me perdonen ahora los caballos pues al jinete me iba a referir. Tan sólo de soslayo, como el cántaro al agua, que bastante ha de correr aún para que entienda, él, que si no se baja del avieso ejemplar acabaremos por desbarrancarnos todos, con todo y su enjalmadura. No hablo de un jinete en especial, sino de todos los que creyeron que amarrarse al poder podía ser un acto tan legítimo como aferrarse a una bestia.

Lo que la humanidad espera de la Cumbre de Copenhague no es un acuerdo político, donde se formulan proposiciones de tipo intencional, pero que no representan compromisos vinculantes por parte de sus firmantes. Juramentos a la bandera de las Naciones Unidas ya ha habido, y no necesitamos ir a Copenhague para repetir la consabida pamplina.

Sospecho que haberle dejado el problema climático mundial a los políticos es algo que la humanidad habrá de pagar con creces. Los políticos casi nunca dominan los asuntos esenciales de la ciencia y la cultura, porque, en general, carecen de ambos fundamentos. Son hábiles, eso sí, para poner cara de personas serias y preocupadas, cuando se trata de hacerle creer a los ignorantes que ellos conocen la ciencia y la cultura. Lo logran, casi todas las veces, y es por eso que la civilización actual está a punto de desbarrancarse.

La voz de los que saben

Los expertos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) han dicho que el abismo empieza en los 2ºC, y que teníamos cien años para detener la carrera suicida. Hoy estamos en 0.77ºC del camino hacia el despeñadero. Y todo parece indicar que la carrera ha ganado aceleración en los primeros nueve años del siglo XXI.

La humanidad no tenía otra carta que la de jugarse su futuro confiando en sus gobernantes, pues el Sistema de las Naciones Unidas prevé que son estos quienes representan a los países, y no los expertos, o los representantes de la sociedad civil, o los líderes espirituales, y mucho menos los intelectuales.

Escuchar a los expertos es una cosa nueva en el Sistema de Naciones Unidas. Data tan sólo de la experiencia del IPCC, el panel de expertos conformado en 1988 por la Convención Marco de Cambio Climático y la Organización Meteorológica Mundial. El IPCC recibe el premio Nobel de Paz en 2007; año que será recordado, precisamente por su IV Informe de Evaluación, el cual establece con total certeza, tanto el origen antropogénico del problema, como su extrema gravedad.

 La novedad de esta experiencia la hace endeble, hasta el punto de que no existe hoy un consenso suficiente entre los políticos, sobre la necesidad de atender las recomendaciones del panel de científicos.

Feyerabend se preguntaba que si es cierto que se necesitan los expertos ¿Cómo procederían estos? ¿Cómo han de ser juzgados sus resultados? ¿Quién tiene que decidir al respecto? Se refería, sin duda, al uso político de la ciencia que tantas veces le ha costado a la humanidad más de un dolor de cabeza. Pondré sólo un ejemplo: Niels Bohr, el físico que inventó la fisión del Uranio 235, acabó como responsable del Proyecto Manhattan y “dio algunas ideas” sobre la mejor manera de lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki, según refiere Michael Frayman en su obra Copenhague.

Platón decía que los expertos deberían ser juzgados por los superexpertos, pero Protágoras había sido más democrático al establecer que los expertos podían ser juzgados por todos; es decir, por la humanidad. Se entiende que tales postulados bien podrían aplicarse a los políticos, quienes son los que toman las decisiones en las sucesivas conferencias de las partes del Protocolo de Kioto.

El fracaso de Kioto

El resultado, hasta hoy, del Protocolo de Kioto, luego de 12 años de haber sido firmado, y uno después de haberse iniciado su período de cumplimiento, no puede ser más elocuente. Hemos fracasado. Como dice Urs Von Balthasar,  “sobre los bancos de arena del racionalismo demos un paso atrás y volvamos a tocar la roca abrupta del misterio”.

Si la humanidad entendiera, y aún hay tiempo para ello -aunque muy poco-lo que entraña dar ese paso atrás, tendríamos derecho a la esperanza; pero si no lo entiende, como todo lo que está pasando parece indicar, no tenemos más remedio que declinar, como especie, la posibilidad de que las futuras generaciones disfruten del maravilloso mundo de la tecnología, la ciencia y la cultura, que hemos podido desarrollar como culminación de la maravillosa aventura de la inteligencia colectiva, de toda la historia humana.

Mi parecer es que la humanidad entiende tan poco sobre este tipo de asuntos, como los políticos. No de otra forma se explica que confiemos en ellos, y nos despreocupemos sobre lo que, a nombre de todos nosotros, pero especialmente de los nietos de nuestros hijos, van a decidir en Copenhague.

Un paso atrás y una distinta forma de pensar

Y si tan poco entiende sobre lo que significa “dar un paso atrás”, mucho menos va a entender lo que sugiere la metáfora “tocar la roca abrupta del misterio”.

Yo voy a tratar de explicarlo en estas líneas (modestia ¡apártate!).

Dar un paso atrás significa abandonar nuestra ideología del progreso y reemplazarla por otra que regule el crecimiento poblacional y haga depender el desarrollo de fuentes energéticas no emisoras de dióxido de carbono. Se dice fácil pero entraña un cambio sustancial equivalente a revoluciones culturales como las de la agricultura o la cibernética. 

Tocar la roca abrupta del misterio significa, a mi entender, atreverse a abandonar el pensamiento racionalista como única guía de nuestras acciones, y adoptar un modo complejo de pensamiento colectivo que incorpore la intuición y rescate el carácter profético del arte como factor iluminador del destino humano.

El tamaño de este desafío parece exceder la medida epistemológica de los gobernantes del mundo, quienes no están acostumbrados a mirar los problemas con una perspectiva que supere en más de quince centímetros el alcance de sus narices.

Un fracaso anunciado

Por eso no es posible esperar de la Cumbre de Copenhague un acuerdo vinculante como el que pidieron en Bonn, en junio de 2009, las organizaciones de la sociedad civil: nuevas metas de 40% de reducción hasta 2020, y de 80% hasta 2050. Se llegará, a lo sumo a un lánguido 11 o 12%, si es que la presión de esa misma sociedad civil logra empujar a los micos para la foto, y cuadrarlos como es debido.

El señor Elliot Diringer, vicepresidente de Estrategias Internacionales del think tank Pew para el Cambio Climático, dijo: “es altamente improbable que en Copenhague salga un acuerdo completo con cifras de reducción de emisiones”. Y el Secretario General de la ONU, inefable Ban Ki-Moon, pronunció hace unos días una de sus frases preferidas: “el ritmo lento actual de las negociaciones es muy preocupante”.  El ministro de Exteriores británico, David Miliband, reconoció que “peligra la existencia de un acuerdo en Copenhague”; el embajador de la Unión Europea en Washington, James Bruton, reaccionó molesto, como están muchos otros al escuchar palabras en el momento en que la humanidad reclama algo más que frases: “Estados Unidos sólo es uno de los 190 participantes en la cumbre. Pero emite el 25% de los gases de efecto invernadero que la cumbre intenta reducir”.

¿Y Obama? Se estarán preguntando los lectores. Obama bien, produciendo frases, les contesta este articulista; él y Todd Stern, su enviado especial para el cambio climático, como ésta: “Francamente, las negociaciones en la ONU son difíciles”. Transcribí en mi columna de El Tiempo una muestra de las frases del negociador Pershing  a la cual los remito para no hacer demasiado larga esta nota[1].

Estados Unidos ha aumentado sus emisiones un 18% desde 1990 (año de referencia de las metas de Kioto) mientras que la Unión Europea las ha reducido un 2,7%.

La Administración de Obama ha propuesto una ley, llamada la ley del clima, orientada a reducir sus emisiones un 17% en 2020 y un 83% en 2050. Pero la norma avanza lentamente en el Senado, y le hace falta el trámite de 2010, cuando ya se haya llevado a cabo Copenhague, y el ajedrez de Chindia, el grupo de convergencia, las economías emergentes, México, Brasil y Japón, se haya descuadrado nuevamente para la foto.

Ante el probable fracaso de Copenhague, algunos han empezado a hablar de un post- Copenhague, en junio de 2010, cuyo propósito sería resolver la asignatura pendiente que les quedó a los gobernantes del mundo, pero especialmente a Obama.

Remato con una frase de un experto en Economía del Cambio Climático, el señor Xavier Labandeira, que bien podría equilibrar el realismo escéptico de mi propia opinión: “No parece probable que Copenhague acabe sin acuerdo, aunque sea más descafeinado que lo deseado por muchos”.

* Director del Centro de Pensamiento y Aplicaciones de la Teoría del Caos, profesor, investigador y columnista de varios diarios. Otros escritos suyos pueden consultarse en manuelguzmanhennessey.blogspot.com

Nota pie de página

"Retórica pre Copenhague”, viernes 6 de diciembre, 2009 www.eltiempo.com

 

Escrito por: Manuel Guzmán Hennessey

Fuente: www.razonpublica.org

 

 

Los políticos no entienden la ciencia ni miran más allá de sus narices. Por eso va a fracasar la cumbre de Copenhague y por eso seguiremos la carrera hacia el abismo.

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