Los viajes del viento (2009)
El adolescente Fermín anhela la vida que ha llevado Ignacio, pero él, ahora que empieza a envejecer, quiere escapar de ella. Sin embargo, una suerte de maldición se lo impide. La maldición del desierto en el alma, la maldición de la soledad que comparte con su hermano ermitaño, quien vive en una casa en medio de las montañas. Pero la de Ignacio es la soledad del errante, del nómada que va de pueblo en pueblo con su canto y su acordeón, teniendo amoríos de un par de horas, plantando hijos por doquier.
¿Desea Ignacio evitar que Fermín, posiblemente un hijo suyo, lleve esa misma vida rota? ¿Por eso su trato hosco, por eso se empeña en no reconocer el talento del joven? ¿Por qué Ignacio está dispuesto a arriesgar su vida para devolverle el acordeón a su maestro? ¿Por qué no desea tocar más? ¿Por qué, sin embargo, lo hace? ¿Tiene el Diablo algo que ver en el asunto
Nadie responde estas preguntas, y sin embargo Los viajes del viento gira alrededor de ellas. Las respuestas, si las hay, las dan las imágenes abrumadoras, la música, los sonidos del desierto. Como en los grandes cuentos, como en las grandes películas, la verdadera historia se construye con lo no dicho.
Los viajes del viento está más cerca de Juan Rulfo y de los cuentos de García Márquez, de Las 1001 noches, de las leyendas de los juglares vallenatos, del Japón de Carlos Reygadas y de la uruguaya Whisky (que también cuenta su historia con silencios), que de cualquier otra película del cine colombiano. Es, incluso, diametralmente opuesta a La sombra del caminante, la refrescante ópera prima de su director Ciro Guerra.
Es una película intimista en un país sin películas intimistas. Muestra una Colombia que muy pocos colombianos conocen, y sin abandonar nuestras fronteras se escuchan en ella cuatro idiomas distintos. Todo aquí es sorpresa, luminosidad, expectación. Las escenas memorables se suceden unas a otras: el entierro, la piquería, las palabras del hermano de Ignacio, la presentación en el festival vallenato, el duelo sobre el puente, el bautizo de los palenqueros, la caminata en el desierto, el estupendo final. La fotografía de Paulo Andrés Pérez es impecable.
El guión, del mismo Ciro Guerra, es uno de los mejores que se han escrito en Colombia. Las actuaciones son memorables, y casi todos sus intérpretes son actores naturales (lo que habla muy bien de la dirección de actores). De hecho, Marciano Martínez, el protagonista, es un reputado compositor vallenato.
Cada dos o tres años se produce en Colombia una gran película. Y, de vez en cuando, obras maestras como Los viajes del viento. Nuestro cine, sin duda, va por buen camino. No importa que también se produzcan decenas de cintas mediocres: verdaderos talentos –como el de Ciro Guerra– son difíciles de encontrar.
Escrito por Jorge Mario Sánchez
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