Marzo de 2009
LOS LASTRES QUE NOS CUESTA VER
Colombia potencialmente puede puntear en posiciones de liderazgo continental por muchas razones tantas veces comentadas por analistas de todas las procedencias, pero en definitiva, esta potencialidad queda entrampada por ciertos lastres históricos y por tanto culturales , los que a la postre dibujan el alma nacional, asemejándonos al perro que se muerde la cola, en un cìrculo vicioso e insensato, que no nos deja ver màs que nuestra cola en la punta de la espalda, ocultándonos el panorama que tenemos al frente, esperando que lo asumamos consecuentemente.
Veamos aquellos que a nuestro juicio complican la viabilidad de nuestro proyecto de país:
En Colombia no existe una sociedad civil actuante con suficiente capacidad de convocatoria y de incidencia en las decisiones que afectan el bien común. Si bien existen muchas organizaciones sociales, su presencia no es sinónimo de participación activa. Sì hay participación, pero coyuntural, emocional y declarativa en la mayoría de casos. Termina este numeroso tejido de supuestas o ciertas organizaciones civiles, suspendiendo y diluyendo el ànimo protagónico de los diversos actores que optan por participar bajo esta modalidad “organizativa”. En consecuencia una cierta pose filantrópica, aùn entre los sectores màs empobrecidos, reemplaza la construcción de discursos sociales que puedan ser dinamizados por sujetos sociales (ciudadanos) y que sean el resultado de las dinámicas organizativas propias de las comunidades y de su capacidad reivindicativa y de control social.
La solidaridad colombiana es artificial, hipócrita y mero slogan de mercadeo ideológico desde el establecimiento político y económico. No es cierto aquello de que somos si no el màs, uno de los pueblos màs generosos del globo. Por el contrario, nuestros males endémicos se explican en mucho, por el miope y acendrado individualismo que nos caracteriza como pueblo. Aquì preferimos no asumir la responsabilidad social de nuestros desafíos y mejor esperamos a que ocurran los inevitables desenlaces propios de una sociedad desmembrada, tales como secuestros, masacres, asesinatos, robos, desastres, corruptelas, etc, para aleteados por los mensajes subliminales que desde los centros de poder se irrigan a través de los medios de comunicación, hacer alarde de nuestra generosa respuesta, la que de nuevo, en las màs de las veces, es meramente declarativa, ante los insucesos que afectan a regiones y grupos enteros de compatriotas.
La ausencia de sociedad civil y el vacìo de una cultura social de solidaridad actuante, impulsan en el imaginario colectivo, la idea de que todos los asuntos cruciales de la vida social, los debe resolver quien tenga dotes mesiánicas. Esto en consecuencia posibilita que el debate social sobre los grandes temas de la vida nacional, sea reemplazado por el debate abusivo en torno a quienes se ponen de un lado o del otro, en función del mesìas de turno. Es asì como la inmensa estela de organizaciones de todo tipo, se convierten en no màs que en catapultas o sillas temporales impulsoras de las agendas personales, muchas veces inconfesables, de los tenidos por “líderes”, en los diversos escenarios nacionales.
Los lastres enunciados son a su vez, el resultado complejo de una sociedad de castas con apariencia incluyente. Para las minorías màs ricas y poderosas del país, es decir, la rancia aristocracia, la exclusión de las mayorìas, de un mínimo de bienestar social y económico, es apenas el resultado natural de las procedencias de clase. Asì que entonces, estas minorías, que siguen detentando casi todos los poderes, y que insistentemente hacen llamados a la concordia nacional desde la comodidad de sus privilegios, (anclados aùn en los siglos XVIII y XIX), no conciben en su agenda, que pueda y deba existir una gran clase media urbana y rural, con capacidad protagónica y por lo tanto incluìda, como condición necesaria e ineludible para fomentar un genuino ambiente de paz social, de consolidación de progreso económico y de modernidad política.
Ante este panorama, la construcción de ciudadanía, formando e informando verazmente a la opinión pública, se convierte en una tarea inaplazable en la aspiración de conseguir lo que todos llamamos “un mejor país”. Sin ciudadanos con capacidad discursiva, protagónica y política, el país que soñamos, será eso, solo un sueño fallido. Pues debe ser claro para los múltiples agentes interesados en la suerte de Colombia, que la ciudadanía política, significa mucho, muchísimo màs que la mera participación electoral. Que la ciudadanía económica supone la posibilidad real y demostrable del disfrute de un mínimo de acceso a la riqueza económica, por vìa del trabajo, la propiedad y el ingreso y que la ciudadanía social no lo es tal, si el individuo no accede a unos estándares básicos de bienestar personales, familiares y comunitarios, por el solo hecho de serlo. Si en cambio, la accesibilidad del “ciudadano” al disfrute de sus derechos políticos, económicos y sociales , solo es el resultado de la degradaciòn de su dignidad en escenarios mendicantes, de manipulación y/o de intimidaciòn, por parte de los detentadores del poder, sean èstos políticos, grupos económicos, grupos de mafias y delincuencia organizada, grupos paramilitares y guerrilleros o individuos aparentemente ungidos, de no se sabe bien què tipo de franquicias terrenales, el escenario es simplemente inaceptable y augura un futuro perverso para las generaciones en plena formación y para las de colombianos que están por venir. Es decir, no asumir el desafío de superar estos lastres, es aceptar el punto muerto de nuestro devenir histórico, sin màs razones que las de justificarnos en el fatalismo heredado ya desde la colonia.
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